Volvía al baúl cada noche, al terminar el espectáculo. En cuanto bajaba el telón, se desmadejaba lánguido, brazos y piernas sin vida. Estaba tan cansado, repitiendo continuamente los mismos pasos, día tras día, en cada actuación … izquierda, derecha, vuelta, reverencia.
Pero era en ese justo momento, cuando se cerraba la caja y la oscuridad era absoluta, cuando empezaba a vivir. Como por arte de magia, desaparecían los hilos que lo maniataban y un vigor extraordinario templaba sus músculos de trapo. Se podía poner en pie sin ayuda del titiritero, podía andar, correr y hasta volar. Y con esa fuerza inusitada, abría la tapa del cajón y se elevaba en el aire, quedando allí abajo el teatrillo de madera y el resto amontonado de sus compañeros exánimes.
Subía hasta las nubes y las atravesaba con fuerza, le encantaba agujerearlas y deshilacharlas en hebras de algodón. Después hacia un picado hacia el océano y aterrizaba sobre la espalda de la gran ballena azul. A veces entonaban a dúo hermosas canciones, cabalgando sobre las olas, y otras, contemplaban en silencio reverente el cielo polar vestido de colores.
También le gustaba volar hasta el desierto y dibujar estrellas enormes sobre la arena, todo un firmamento de granos diminutos.
Surcaba los ríos más despiadados, burlándose de rápidos y cataratas; trepaba a los árboles más altos para rozar La Luna con la punta de los dedos; recorría la sabana aferrado a la melena del león; dirigía a rayos, truenos y relámpagos en la orquesta filarmónica de la tormenta.
Todo terminaba al abrirse de nuevo la tapa del arcón. Los hilos volvían a sujetar sus brazos, sus piernas, su cabeza y el titiritero controlaba otra vez sus pasos: izquierda, derecha, vuelta, reverencia …
Poco le importaba, era el dueño indiscutible de sus sueños.